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Ritual de San Juan de Lola Pereira

Ritual de San Juan de Lola Pereira

Empezamos a publicar los rituales recibidos para el concurso de San Juan.
Empezamos con el de Lola Pereira, ganadora número 1, cuyo relato empató en puntos con el de Sabela García.

Ritual de meigas y xanas

Todas nosotras sabemos que este día es mágico, aunque sea la noche la que lleva la fama.
Me levanto más temprano que el resto de los días, para el trajín placentero de hoy, un veintitrés de junio más, tan seductor, tan arcaico y tan insólito como todos los anteriores. A lo largo del día se irán armando los atavíos, como una fragata que alista sus velas, desplegándolas en la magia excelsa del fuego a Medianoche.
Desde que tengo memoria acompañé a mi abuela en este ritual que hoy vuelvo a repetir, en su ausencia, hace más de tres décadas, sin haber dejado de hacerlo ni un solo año de los recorridos hasta ahora.
Busco la navaja de Taramundi herencia de ella y el canasto de asa trenzada, el que tiene la mitad de mis años, comprado en un mercado de la cuenca minera asturiana.
Mientras desayuno cerezas y té con rebanadas de pan y aceite, voy trazando mentalmente el recorrido, para que no me quede ningún lugar sin visitar y ninguna de las nueve hierbas sin cosechar, como exige el conjuro para su eficacia.

El recorrido comienza en Loureiro, como cuando vivíamos allí y mi abuela me levantaba para peinarme dos trenzas robustas y apretadas que bajaban por mi espalda. Es temprano y no quiero desayunar, solo bebo un vaso de agua de la sella y la vuelvo a tapar. Ella dice que el desayuno es la raíz del cuerpo y no se debe salir de casa sin tomarlo. Pero yo soy una niña larpeira y la leche con pan es demasiado frugal para mi boca exquisita. Ella coje un paquete de galletas María para cuando el hambre pinche el estómago, lo guarda en el bolsillo del mandil de cuadros y se ajusta bien el pañuelo en la cabeza. El sol filtra sus rayos por las pequeñas ventanas, y al abrir la puerta de doble hoja nos baña con su luz. Se calza sus zocas en el zaguán y me dice que ate bien los cordones de mis zapatillas de lona blanca.
Salimos hacia la izquierda y enfilamos sin prisa el carrero hacia A Jouxa, el viento ha comenzado a mecer los pinos y su aroma nos lleva hacia el helecho o fieito, sus hojas verdes, pinchantes y con forma de raspa de pescado, todavía perladas por el rocío nocturno. Para los dolores musculares, dice ella mientras corta, tris-tras. Yo voy repitiendo gestos e invocaciones: “para los dolores musculares”. Desde lo alto de A Jouxa miramos hacia el mar bravísimo, oleaje plateado que cubre con puntillas de espuma las rocas de la isla. El trayecto del ritual nos llevará hasta allí, pero ahora apenas ha comenzado.
Recorremos el camino paso a paso hasta Os Catro ventos. Un macizo de pequeñas flores amarillas de cinco hojas lanceoladas y estambres espigados nos saluda: la hierba de san Juanpara la alegría y el buen dormir”, dice mientras corta un buen ramillete, tris-tras. Y yo voy repitiendo y guardando en el canasto. Las mariposas amarillas y blancas revolotean alrededor del canasto, para evitar que desvalijemos su reino, mientras los regordetes abejorros vuelan replicando la canción que zumbaron sus ancestros.
De allí hasta A Barca son cincuenta pasos contados. Entre unas peñas grandes está el romero, cuyo olor lo delata al acercarnos. Es rastrero y talludo, sus hojas pinchan como agujas y su aroma me hace recordar los estofados de carne de mi madre en los días de fiesta. “Romero para la inflamación de garganta”, tris-tras, corta una buena horquilla y me la entrega. Yo la coloco en el orden indicado por ella.
Bajamos desde A Barca hasta el cementerio. Cerca de la tapia están las malvas, de color intensamente femenino, sus delicadas flores de hojas estriadas en el interior contrastan con la dureza de las hojas y del tallo. Corta en tres grupos de flores” para las hemorroides y las úlceras”, tris-tras. Yo sigo ordenando las hierbas y repitiendo la invocación.
Antes de seguir el itinerario, empuja la puerta del cementerio, que esté cerrada, “hoy no toca visita”, dice caminando de nuevo, con el leve sonido del roce de su saya. En ese momento siento la punzada en el estómago y le pido galletas. Me dice que no coma muchas, porque me darán sed y aun tardaremos un rato en llegar a la fuente de O Bebedoiro, y me recuerda una vez más que el valor del agua se aprende por la sed.
Subimos hasta el monte de San Pedro y allí buscamos hasta encontrar la ruda, que todos los males cura y se esconde a los ojos de los que no conocen sus costumbres. El olor al cortarla es bravío, áspero, y por ello se le atribuyen propiedades para ahuyentar maleficios en personas y hogares. Tris-tras, “que todos los males cura”, voy repitiendo como un loro. Los grillos comienzan su recital y las chicharras los siguen en una competencia sin trofeo. El calor anuncia el verano y ellos lo saben sin mirar el calendario.
Vamos bajando a O Bebedoiro y oímos el gorgoteo del agua, mezclado con la conversación de dos mujeres que lavan ropa blanca, restregándola contra las piedras enérgicamente. La hierbabuena bordea toda el área alrededor del lavadero. Acerco mis labios al caño y el agua friísima baja por mi garganta apagando mi sed y agradeciendo el regalo, mientras mi abuela saluda a las mujeres que le preguntan cómo va la colecta de hierbas. Ellas irán al terminar la colada, las oigo decir.
Protesta la hierbabuena al ser cortada, tris-tras, tris-tras, tris tras, derramando un olor fresco por sus manos y las mías mientras observo las libélulas azules, que vuelan sin destino. Atraviesan la rosa de los vientos, posándose finalmente en el agua de los charcos, provocando siempre mi asombro al aterrizar sin hundirse. No me canso de contemplarlas con envidia, porque van adonde quieren, sin comprar billete.
Con un hasta luego nos despedimos de las lavanderas y bajamos hacia el mar de O Portiño. In crescendo oímos el sonido de las olas golpeando las rocas y las gaviotas ejecutando sus piruetas en el aire trufado de sal. Antes nos llegó el olor a yodo, que, sin pedir permiso ni perdón, inundó nuestros pulmones. Ya cerca de la fuente del agua que sabe a hierro, nos desviamos a la derecha para cortar la hierba Luisa, de aroma dulzón, pequeñas hojas puntiagudas y tacto rasposo, que en otras zonas del mundo se la conoce como juanilama. Tris-tras “para curar las angustias y respirar mejor”, dice con voz cansada y yo repito ligera, para compensar su fatiga.
Vamos hacia las lanchas varadas en tierra, a resguardo del temporal. Ella se sienta en el noray, mientras yo me subo a una pequeña chalana, encima de un canasto de palangre volcado. Hoy no han salido los pescadores de mi familia. Es casi el momento de volver. El olor pegajoso del saúco se hace sentir en cuanto comenzamos el ascenso. Nos internamos en la tierra húmeda de la acequia desbordada y elevándose de puntillas, ella corta, tris-tras, varias fluorescencias blancas; son esas que cuando jugamos a cocinar llamamos arroz. Queda una última hierba, el codeso, que lo cortaremos en A Villarisa.
Lo que antes fue pendiente se ha convertido en cuesta. Las zocas de mi abuela se arrastran paso a paso sobre el camino de lastre y mis zapatillas de lona blanca se ven cubiertas de polvo. No entraremos en casa hasta tener todo el ramo, aunque el canasto, que ahora lleva mi abuela, rebosa.
Cuando llegamos cerca de casa nos desviamos bajando hacia A Villarisa. Allí abunda el codeso en los límites de nuestra leira, donde siembran patatas y cebollas las mujeres de mi familia. Antes de cortar el codeso, revisa las plantas de las patatas y las hojas de las cebollas, erguidas, desafiantes, lo que indica que aún tienen que engordar para cosecharlas.
Brilla de nuevo el filo de la navaja para cortar varias ramas de codeso, de flores profusamente amarillas, tris-tras, tris-tras, tris-tras, “para eliminar lombrices”; yo, sigo repitiendo. Y es entonces cuando la veo estirar su cuerpo como si creciera, con el gesto satisfecho del trabajo cumplido. Regresamos a casa por el lado derecho, como meigas poderosas que conocen el conjuro del círculo. Buscamos un pedazo de cuerda de los palangres y disponemos los ramos para nuestros parientes cercanos. Este es nuestro regalo de hoy y yo la embajadora, puerta a puerta. Mañana, tras el reposo de las hierbas cubiertas con agua durante toda la noche, lavaremos la cara aspirando el olor intenso de las hierbas sencillas y poderosas.
Tantos años después, bajo de mi piso a la calle en ascensor, pensando cómo han cambiado las cosas todos estos años, pero no la emoción del ritual. La navaja es de los pocos recuerdos que dejó mi abuela Lola, además de la leyenda de su mal carácter. Y, por supuesto, los conocimientos que permitieron a una viuda pobre con ocho hijos sobrevivir a las penalidades de la guerra. Siento lástima al no poder transmitir a mi nieta este saber legado por mi abuela analfabeta. Porque ahora que tanto hablamos de Inteligencia Artificial, valorar los conocimientos que nos han legado los que tanto entregaron a la causa de la vida, sería nuestra mejor opción de futuro.
Esta noche, cuando se apaguen los faroles y se enciendan los grillos, lanzaré al fuego el ramo reseco del año pasado, pensaré en mi abuela, en mi madre y en todas las mujeres de mi familia y conjurando el mal de ojo, saltaré al grito ¡¡Meigas fora!!... para que no quede ni una sin celebrar.